Enfrentó acusaciones de que, como secretario de Gobernación, fue responsable de las protestas represoras de 1968 que culminaron en masacre.
Luis Echeverría Álvarez, quien guio a México por un tumultuoso camino de izquierda en la década de 1970 como presidente, y quien jamás logró escapar de la sombra de una masacre previa a las Olimpiadas de 1968, murió el viernes en su casa de Cuernavaca. Tenía 100 años.
Su muerte fue confirmada en un tuit por el presidente Andrés Manuel López Obrador.
Con Echeverría, la cantidad de empleados gubernamentales se triplicó, las empresas estatales se multiplicaron casi por ocho y la inflación se disparó, perjudicando años de una relativa estabilidad económica.
Pero Echeverría acaso será mejor recordado por las acusaciones de que fue mayormente responsable, como secretario de Gobernación, por la represión de las protestas estudiantiles de 1968 previas a los Juegos Olímpicos de Ciudad de México que culminaron con la matanza de quizá hasta 300 personas.
Casi cuatro décadas más tarde, fue puesto en arresto domiciliario cuando el caso se revivió, un giro inusual para un expresidente.
Las repercusiones de la masacre dieron forma a su presidencia, iniciada en 1970. En busca de resarcirse, integró intelectuales de izquierda al gobierno, otorgó al Estado un amplio control de la economía y se alineó con las posturas de los países en desarrollo en asuntos internacionales. Estas medidas lo alejaron de la comunidad empresarial, la clase media y otros grupos políticamente conservadores.
Para el final de su mandato, sobre Echeverría pesaban denuncias de críticos de todo el espectro político: lo acusaban de autoritarismo e incompetencia, loa atacaban por políticas que causaron una fuga de capitales y una profunda devaluación del peso así como una estagnación económica.
No obstante, hizo campaña por un Premio Nobel de la Paz y albergaba la esperanza de convertirse en secretario general de Naciones Unidas.
Nacido el 17 de enero de 1922 en Ciudad de México, e hijo de un empleado público, Echeverría encarnaba de muchas formas la llamada “segunda generación” de la élite política que surgió de la sangrienta Revolución mexicana.
En las décadas posteriores a esa agitación, la política fue dominada por exoficiales de los ejércitos revolucionarios. Pero en la década de los años 40, contar con un título de la prestigiosa facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México se había convertido en el pasaporte más efectivo para ingresar en política.
Luego de graduarse de dicha facultad, Echeverría se alió con una poderosa familia política al casarse con María Esther Zuno, hija del gobernador del estado de Jalisco, con quien tuvo ocho hijos. Luego se hizo de un poderoso mentor, otro prerrequisito para los aspirantes a político. Se convirtió en protegido de Gustavo Díaz Ordaz, un secretario y exgobernador que claramente iba directo a la presidencia del país.
Cuando Díaz Ordaz fue electo presidente en 1964, nombró a Echeverría como su secretario de Gobernación, función a cargo de los asuntos políticos internos. Ese puesto le aseguraba ser el sucesor de Díaz Ordaz. Pero también lo ponía en la trayectoria de choque con los jóvenes izquierdistas que se rebelaban ante la censura del régimen unipartidista, un clima favorable al empresariado y una fuerte influencia estadounidense.
Los manifestantes habían preparado sus protestas en los meses previos a los Juegos Olímpicos de Ciudad de México en octubre de 1968. Díaz Ordaz ordenó que el movimiento de protesta fuera acallado a tiempo para el inicio de las Olimpiadas y Echeverría envió tropas para dispersar las manifestaciones estudiantiles.
El 2 de octubre de 1968, durante un mitin pacífico en el complejo habitacional de Tlatelolco, soldados y agentes de seguridad del gobierno abrieron fuego contra la multitud. El gobierno indicó que unas 30 personas habían muerto, pero los testigos declararon que esta cifra llegaba hasta los 300.
Echeverría siempre había negado haber ordenado el ataque y alegaba que los soldados que lo llevaron a cabo no estaban bajo sus órdenes.
La masacre de Tlatelolco destrozó la máscara benévola que recubría al régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que había gobernado México durante gran parte del siglo XX.
Tal como observó Octavio Paz, escritor e intelectual mexicano: “En el momento en que el gobierno obtenía el reconocimiento internacional de cuarenta años de estabilidad política y de progreso económico una mancha de sangre disipaba el optimismo oficial y provocaba en todos los espíritus una duda sobre el sentido de ese progreso”.
Prometió a los obreros industriales y a los pobres una tajada más equitativa de la riqueza nacional. Juró aumentar el papel del Estado en la economía. Empezó a llevar casacas de cuero como los trabajadores de las fábricas; su séquito se vistió igual.
Y pidió a las esposas de los políticos que acudieran a las cenas de Estado con trajes típicos mexicanos en lugar de sus habituales vestidos de alta costura.
Echeverría estaba especialmente empeñado en cooptar a los intelectuales. Y lo consiguió hasta un punto sorprendente. Sus discursos comenzaron a apropiarse de la retórica izquierdista empleada por los disidentes durante la crisis de 1968. Llevó a México a la arena del tercer mundo y defendió la causa de los países en desarrollo en sus relaciones económicas con las naciones industrializadas. Se pronunció contra el creciente poder de las empresas multinacionales y en una ocasión incluso amenazó con expulsar a Coca-Cola de México si no revelaba su fórmula secreta a las embotelladoras locales.
Echeverría discrepó a menudo con Washington en asuntos hemisféricos. Reforzó los lazos de México con la Cuba de Fidel Castro. Era partidario de Salvador Allende, y cuando el presidente chileno murió en un golpe militar en 1973, Echeverría rompió relaciones con el nuevo gobierno de derecha de Chile y acogió a miles de refugiados políticos de ese país en México. Durante el gobierno de Echeverría, México se convirtió en el principal refugio para los exiliados latinoamericanos.
Además de expresar su simpatía ideológica por los intelectuales, el presidente les ofreció importantes puestos de trabajo e incentivos económicos. Tras liberar a los manifestantes encarcelados en la crisis de 1968, dio a muchos de ellos puestos de trabajo en el gobierno. Esto supuso el inicio de una espectacular expansión de la burocracia. Entre 1970 y 1976, el empleo en el sector público pasó de 600.000 puestos a 2,2 millones.
Durante la presidencia de Echeverría y su etapa inmediatamente posterior, la riqueza y el estatus social transformaron a los intelectuales en una clase privilegiada que “vivía mejor en México que en Estados Unidos o Europa Occidental”, escribió Alan Riding, corresponsal de The New York Times en México durante esa época.
Si bien cortejar a los intelectuales de izquierda le redituó, Echeverría se aferró a sus antiguos métodos violentos contra la izquierda más radical. Los pequeños grupos guerrilleros fueron reprimidos rutinariamente mediante la tortura y el asesinato. Entre 1971 y 1978, más de 400 personas “desaparecieron”.
Durante su mandato, las relaciones entre el gobierno y las empresas alcanzaron su punto más bajo en décadas.
El número de empresas estatales creció con rapidez de 86 a 790. Los impuestos sobre los beneficios de las empresas y los ingresos personales aumentaron considerablemente. También lo hizo el gasto público en educación, vivienda y agricultura. Entre 1970 y 1976, el déficit federal se disparó en un 600 por ciento. La inflación se incrementó en más de un 20 por ciento anual. El déficit de la balanza de pagos se triplicó.
La confianza de las empresas se hizo añicos. Miles de millones de dólares huyeron al otro lado de la frontera en pos de bienes inmuebles, bancos, acciones y bonos en Estados Unidos. Poco antes de que Echeverría terminara su mandato, el peso se devaluó en más del 50 por ciento, poniendo fin a 22 años de estabilidad monetaria.
Al asumir el cargo en 1970, Echeverría había prometido reducir la brecha entre los poderosos y los desprotegidos, según dijo. Seis años después, la inflación y la recesión habían ampliado la brecha.
A medida que la economía se deterioraba y la opinión pública se volvía contra él, el comportamiento de Echeverría se tornó errático. Los presidentes anteriores aceptaban ser poderosos sin poder y adoptaban un perfil más bajo durante sus últimos meses en el cargo. Pero él parecía más combativo que nunca, lo que disparó los rumores de que pretendía dar un golpe militar y mantenerse en el cargo a pesar de haber elegido ya a José López Portillo como su sucesor.
En julio de 1976, cuando solo le quedaban cuatro meses de mandato, Echeverría tomó control del Excélsior, considerado entonces el mejor periódico del país, y cuyas columnas editoriales se habían vuelto cada vez más críticas con su presidencia. Echeverría pronto se vio envuelto en más controversias. Culpó a los especuladores antipatrióticos de la devaluación del peso y, a medida que la moneda seguía cayendo, intensificó sus ataques contra la comunidad empresarial.
Con los rumores de golpe de Estado en su punto máximo en noviembre de 1976, solo un mes antes del final previsto de su mandato, el presidente expropió cientos de miles de hectáreas de ricas tierras de cultivo y las entregó a campesinos militantes. Los rumores del golpe de Estado solo se desvanecieron con la investidura de López Portillo el 1 de diciembre de 1976.
Durante varios años después de su presidencia, Echeverría permaneció fuera de México, aceptando puestos diplomáticos lejanos en Australia y Nueva Zelanda. Finalmente, regresó para desempeñar un papel de molesto crítico de izquierda tras bastidores en el PRI.
Luego, a partir del año 2000, Echeverría volvió a estar en los reflectores de la opinión pública, después de que un gobierno de oposición comenzó a investigar su papel en la masacre de Tlatelolco y en la matanza de 25 estudiantes que participaban de una protesta en 1971 a manos de una unidad policial especial conocida como Los Halcones.
Echeverría fue puesto en arresto domiciliario en 2006. En 2007, las causas en su contra habían sido desestimadas, aunque no fue liberado del arresto domiciliario hasta 2009, cuando las apelaciones fueron a su favor.
La esposa de Echeverría, María Esther Zuno, murió en 1999. No fue posible conseguir de inmediato información completa sobre quienes le sobreviven.
Con información de: NY Times